El viajero prodigioso
- Xul Solar -
El hombre escuchó el disparo. El repentino dolor en
el pecho y el calor de la sangre fueron el dato
que completó la ecuación: esa
bala era para él. El cemento de la calle se precipitó a su encuentro. Cerró los
ojos y espero no ser. La muerte ya no tenía importancia; no pensaba rendirle a
nadie cuentas de sus actos. Tal vez, después de todo, hundirse en el olvido era
lo mejor que le podía haber ocurrido.
Oscuridad,
pozo, silencio y su conciencia percibiéndolo todo. Algo está mal, pensó, aún
existo. Fue entonces cuando ocurrió: las mujeres surgieron de la nada.
Las mujeres
flotaban en un espacio hecho de agua y silencios. Una fría maldad se distinguía
en el fondo de sus ojos oscuros. Las largas cabelleras rojizas y las verdes
alas membranosas ahuyentaban cualquier visión del paraíso. Con las manos abiertas, como si siguieran el
ritmo de una invisible melodía, avanzaban cantando, mientras agitaban cadenas
de oro y otros objetos innombrables.
Las
vio acercarse y quiso huir, pero se descubrió paralizado, inerte, indefenso.
Pudo sentir el áspero roce de sus ropajes y el golpetear de sus cadenas, cuando
atravesaron su cuerpo una y otra vez. Sus armas parecieron hundirse en él. La
tibia, gelatinosa agua azulada penetró por todos sus huecos, por todas sus
heridas.
Después,
oscuridad. Pozo. Silencio. Su conciencia, alerta, presintió el regreso de la
luz y con ella, a las mujeres, que nuevamente, avanzaban cantando. Esta vez,
aunque no lo miraran ni le hablaran siquiera, ansió el roce, los golpes y las
heridas. Permaneció quieto, palpitando en la espera.
Solo
una cosa le molestaba: que por sobre esos tenues sonidos ahogados, le llegara,
desde muy lejos, el insistente ulular de la sirena de una ambulancia.
Diciembre de 2015