Emergieron por la alcantarilla: cuando la primera asomó su cabeza, nadie la notó. Se deslizó por el asfalto y en un instante volvió a desaparecer.
La segunda era gorda y emitía tenues chillidos: la escuchó Francisca, la esposa del panadero. La mujer, que barría la vereda, al advertir aquellos ojos oscuros fijos en ella, gritó. El suyo fue un alarido interminable, que hizo salir de los negocios del barrio a casi todos los vecinos.
—Era una… enorme… allí… Ahora no está… me mostraba los dientes…
Francisca temblaba. Su marido, para calmarla, le dio dos sopapos y volvió a entrar al negocio. Allí se quedó ella, hipando y jadeante, ante el asombro de los presentes, que comenzaron a acosarla para enterarse de lo que había pasado. Pero Francisca no podía articular palabra alguna.
Pero un instante después, el panadero apareció de nuevo en la puerta del negocio. Desesperado, con los ojos desorbitados, bramó:
—Una rata ¡Mierda! ¡Qué hija de puta! Se metió en la panadería, la condenada.
Poco a poco, las ratas comenzaron a apoderarse del pueblo. Primero devastaron el supermercado, haciendo destrozos a diestra y siniestra. Luego, aparecieron en el banco, en la iglesia y en todos los comercios del centro. La gente comenzó a atrincherarse en sus casas y a comprar todo tipo de trampas y pesticidas. Indemnes, los roedores avanzaban como una maza ondulante por calles y paseos.
La mansión del gobernador había sido edificada en la parte más alta del pueblo. El sistema de seguridad de la enorme casona era perfecto. Casi perfecto. Una tarde, ya finalizada la tarea cotidiana, al salir de su escritorio el buen hombre encontró a la mucama subida arriba de la mesa, dando saltitos y gritando. Después de disfrutar el espectáculo de las piernas bien torneadas de la muchacha, el gobernador comprendió que se tornaba ineludible tomar medidas urgentes.
Aplastó al roedor con un pisapapeles de mármol que había sobre la mesa y luego de consolar a la mucama, que se arrojó en sus brazos, levantó el teléfono e ipso facto convocó a una reunión inmediata del Consejo Vecinal.
Todos acudieron al llamado, porque la locura que los asolaba no distinguía clases sociales. Allí, y con la sangre del roedor masacrado aún húmeda en la cerámica del piso, decidieron en pleno que lo prioritario era conseguir un exterminador, para deshacerse de esa peste.
A primera hora del día siguiente, salió publicado, en el diario del pueblo, un aviso llamando a licitación para contratar los servicios de una empresa exterminadora de plagas. Se presentó el dueño del único comercio de ese ramo que existía en el pueblo y los de las empresas de la competencia residentes en las localidades vecinas. Todos pasaron un presupuesto por el trabajo.
Con las propuestas en mano, el Consejo Vecinal se volvió a reunir, pero la discusión se volvió acalorada. Los honorarios de los expertos eran elevados. Todos habían descrito minuciosamente los riesgos que podían sufrir en el cumplimiento de la tarea: mordeduras, infecciones, gangrenas, alergias. Pero las arcas de la Gobernación estaban casi vacías y ninguno de los presentes ofreció los donativos con los que contaba el Gobernador.
—Piden mucho, hay que negociar.
—Decretemos un tributo de emergencia —sugirió alguno.
—¡Un tributo! La gente nos va a querer linchar.
—¡Qué va! Están muy asustados. Con una buena campaña publicitaria, difundida por la radio y la televisión local, los convenceremos para que colaboren.
—Pero… ¿y la demora? No vamos a juntar ese dinero de un día para otro.
—Solicitaremos un préstamo al banco, hasta que se recauden los fondos —sentenció el gobernador, mientras se sacaba un zapato e intentaba pegarle a una rata que se acababa de subir a la mesa—. El otro día, el gerente estaba desesperado con los destrozos que hicieron en el banco. Es la única solución que nos queda.
—¡Estos bichos son un asco! —exclamó repentinamente la bibliotecaria, que acababa de pisarle la cola a uno de ellos.
—Amigos, no nos demoremos más, o el pueblo se volverá inhabitable. Si se juntan más fondos de los que necesitamos, los guardaremos para alguna buena causa.
Cuando se difundió la noticia se escucharon voces airadas, protestas y hasta aparecieron panfletos pidiendo la renuncia del gobernador, pero la gente comenzó a aportar el dinero: querían salvarse y salvar sus hogares de la plaga.
Todo iba viento en popa: el banco les otorgó el préstamo, y la licitación, por supuesto, la ganó el exterminador menos costoso. El Gobernador se restregaba las manos, siempre y cuando las tuviera libres, porque dos por tres acostumbraba a entretenerse ayudando a bajar de la mesa a la mucama.
Por fin llegó el ansiado momento. El pesticida envolvió al pueblo en una fétida nube gris. Nadie trabajó, todos se escondieron en sus casas. Igual hubo quien sufrió alergias y molestias por culpa del denso veneno. Cuando se disipó el humo, se pudo contemplar a las ratas, que paseaban tranquilamente por las calles.
Hasta el día en que el cocinero del mejor restaurante del pueblo logró atrapar a un par de esas molestas alimañas y descargó su furia haciendo un guiso con ellas. Para su sorpresa, descubrió que la carne, bien adobada, sabía mejor y era más tierna y gustosa que la de los animales de corral, alimentados con comida balanceada.
Tímidamente algunos, otros, movidos por la furia, comenzaron a hacer lo mismo. Así fue como la reproducción de las ratas empezó a mermar y poco a poco, los habitantes del pueblo se olvidaron de pagar el bendito tributo.
El gobernador, agotado por la tarea abrumadora que lo había tenido enclaustrado en su oficina durante ese largo mes, renunció a su cargo, hizo las valijas y se marchó del pueblo. Quienes lo vieron alejarse en su auto rebalsando de valijas, dicen que lo acompañaba la mucama.
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