El clima era cálido y el ánimo de aquellos que saturaban con sus vehículos las calles, pésimo. En medio de la batahola de bocinazos y bárbaros insultos, un hombre de aspecto místico, que aferraba entre sus brazos a un icono de ébano, tropezó contra un auto: ese mínimo gesto fue estímulo suficiente para que el conductor abriera la portezuela esgrimiendo un látigo. Aunque el primer lonjazo alcanzó a lastimarlo en el cartílago auricular, el peatón continuó su carrera.
El conductor entró al vehículo y, con un gesto rápido, sopapeó al niño que lo acompañaba. A pesar del angustioso llanto de la criatura, el hombre comenzó a tocar la bocina de manera insistente.
En ese ambiente sórdido, donde todo parecía válido, la ciudad se transformó en un gigantesco set en el que se rodaba una película de temática apocalíptica cuando una pestífera lluvia cáustica se precipitó a torrentes. Recién entonces, los demás sonidos se apagaron.
El conductor entró al vehículo y, con un gesto rápido, sopapeó al niño que lo acompañaba. A pesar del angustioso llanto de la criatura, el hombre comenzó a tocar la bocina de manera insistente.
En ese ambiente sórdido, donde todo parecía válido, la ciudad se transformó en un gigantesco set en el que se rodaba una película de temática apocalíptica cuando una pestífera lluvia cáustica se precipitó a torrentes. Recién entonces, los demás sonidos se apagaron.
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