La pierna de Jaime se negaba a hacer ese repetido, mecánico
movimiento con el que accionaba el pedal del freno: había sido demasiado
alcohol, demasiado sueño, demasiado tarde para reflexionar. Cuando por fin
logró hundir a fondo el pie, fue para descubrir que había pisado el acelerador.
Delante de él, el otro automóvil avanzaba hacia el suyo. Ambos vehículos se
desplazaban con un lento, inexorable, imparable movimiento. Jaime se aferró al
freno de mano. En el último instante, creyó ver la cara del otro conductor.
Después, el impacto lo atontó: todo pareció detenerse. Jaime pudo oler su
propia muerte.
Una ráfaga de aire frío y seco le
hizo abrir los ojos: el parabrisas se había roto y en sus manos había sangre. Jaime
luchó por escapar de ese reducido
espacio, pero no podía moverse. Cansado, agotado, exhausto, resopló.
El otro conductor había logrado
salir de su auto. Era un tipo grandote, la sangre le corría por la cara, parecía un
muerto viviente. Jaime estuvo tentado de soltar una carcajada. El desconocido
se acodó en la ventanilla del automóvil y comenzó a insultarlo. Jaime se limitó a mirarlo absorto. No podía hacer
otra cosa; le era imposible apoderarse
del arma que tenía guardada en la guantera. Tendría que inventar algún pretexto para aplacar la ira de ese energúmeno. Miró a su alrededor, no había aparecido ningún patrullero, ¿es que
nadie vigila las cámaras de seguridad? Bueno, recién amanecía. Era muy probable
que los del departamento de policía estuvieran durmiendo. Jaime no sentía ni
las piernas ni los brazos. En realidad no sentía nada, ni siquiera dolor. ¿Se
estaría muriendo? Existiría un último cielo para los que se pasan la vida rompiendo reglas. Quiso decirle al grandote que llamara al 911,
pero ya no lo veía. Además, es muy difícil hablar con la garganta cortada.
Pobre Jaime, almenos no sintió dolor.
ResponderBorrarCada quien busca su final...
ResponderBorrarBueno, muy bueno!!