martes, 26 de enero de 2010

Rosa, rosa...



Quieto, clavado, crucificado en esa cama blanca, mirando al techo, el hombre busca, desesperadamente, escapar de ese cuerpo que se niega a seguir alojándolo.
Un enjambre de médicos y asistentes transcurren las mañanas. Ese día, como el anterior y el anterior, y muchos más atrás.
Alguna vez quiso vivir. Quiso vivir y seguir haciéndolo, pero su cuerpo se empeñaba en recordarle que había comenzado a suicidarse hacía mucho tiempo ya.
La mujer, al costado de su cama, reza y llora, le suplica que no se vaya, que no la deje.
Las ventanas cerradas impiden que entren otras voces que lo reclaman, como quien llama a un padre, a un maestro, a un dios. Pero él sabe que están ahí, como siempre, aguardando por él, su voz, su sonrisa, su mirada.
Desearía estar en el lugar de cualquiera de ellos y ver el cielo, parado sobre sus piernas, respirando el aire, sorbiendo el viento. Se ahoga, y ¡maldita sea! ese enjambre de uniformes blancos se agita una vez más, y él sigue atado a esa cama, clavado, crucificado.
Cierra los ojos, murmurando palabras que ya no siente, pero el eco de una canción le obliga a abrirlos. Nunca pidas que mi amor se muera… Allá arriba, en el techo de la habitación, descubre una grieta por la que se filtra el frío. Un frío extraño, o quizás ya no tanto, que lo atrapa, lo envuelve, lo calma. Liviano como el aire, así se siente. Aire liviano y helado, eso es ahora, eso y música. Comenzar de nuevo sin ahogarse; sonríe.
Abajo, en la cama, hay sólo un cuerpo. Afuera, en la calle, una ráfaga fría repite la promesa: moriré yo por ti…

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