Mabel
se abrió paso, a codazos limpios, hasta lograr subir al vagón del subterráneo.
Haciendo piruetas y eludiendo el bolso de un gordo, que ocupaba casi el espacio
de dos personas, consiguió sentarse. El tren arrancó: por las ventanillas
penetraba un poco de aire, demasiado poco para ventilar el olor acre del sudor
y otras emanaciones aún menos agradables que se desprendían de ese conglomerado
de cuerpos humanos.
Cuando
llegó a su destino, tuvo que hacer un similar esfuerzo para lograr descender.
Por fin, la escalera mecánica la condujo hacia la salida y se encontró en la
calle, una calle atestada de transeúntes que iban y venían, caminando a ritmo
frenético. Alguna vez se habían desplazado en colectivos, automóviles, motos y
bicicletas. Pero esa época ya había pasado hacía un par de décadas; el exceso
de vehículos había terminado por causar un caos tal, que solo se pudo
solucionar permitiendo que únicamente los ciudadanos de primera categoría
circularan en sus sofisticados vehículos.
En
la esquina del que alguna vez había sido llamado Palacio de Justicia, ya se
había formado la acostumbrada fila de personas que esperaban pacientemente ser atendidas
en la Oficina Estatal de Asistencia a los Desocupados.
Durante
todo el trayecto —apenas unas cinco cuadras— Mabel fue empujada, golpeada,
pisoteada y llevada por delante, por lo menos una docena de veces. Ya en la
recepción del impoluto edificio donde trabajaba, y tras acomodarse un poco la
ropa, pasó por la arcada electrónica de ingreso, donde insertó su tarjeta
identificatoria.
La
agencia de viajes Su Nueva Oportunidad era el mejor trabajo al que podía
aspirar una ciudadana de segunda categoría como ella. Allí Mabel, junto a un
nutrido plantel de asesoras orientaba a los potenciales clientes: gente acaudalada
dispuesta a pagar una pequeña fortuna para poder viajar a una de las nueve
ciudades construidas en las plataformas satelitales que circunvalaban la
Tierra, tiñendo el cielo nocturno de extraños e incitantes colores. Se decía
que allí existían el espacio, las comodidades y el disfrute del que ya no se
podía gozar en el mundo. Los interesados, una vez prestada su conformidad con
las condiciones de la agencia de viajes, y tras abonar el precio, eran conducidos
a la sala de tele-transportación. Allí, después de acomodarlos en la cabina
donde se debía efectuar la traslación temporal de los aspirantes a colonos
espaciales, Mabel accionaba los controles y completaba la operación de transferencia,
de una manera pulcra e impecable, tal como se le había enseñado en la Escuela
de Instructores.
Sus
clientes partían con una sonrisa satisfecha: no llevaban equipaje, no era
necesario, en las ciudades satelitales encontrarían todo lo necesario. Mabel,
además, le aconsejaba a las mujeres que no llevaran sus alhajas y a los hombres
que dejaran sus relojes, el portar esos inútiles adminículos, rémora de otra
época, podía perjudicar la eficacia de la traslación. Mabel había encontrado la
manera de escamotear joyas y relojes, para luego venderlos en el mercado negro.
Esa
mañana —tras verificar que diez pulseras y treinta relojes se encontraban
perfectamente ocultos entre sus pertenencias— reflexionó que ya pronto tendría
suficiente capital como para convertirse en una ciudadana de primera categoría.
Después, comenzó a verificar en su ordenador los ingresos de la jornada en la
nueva fábrica de chacinados y embutidos que se encontraba en la zona oeste de
la ciudad: durante esa jornada, ella había sido la responsable del ingreso a la
procesadora de treinta nuevas unidades alimenticias que servirían para saciar a
los hambrientos habitantes de la city
porteña.
Una
mancha en el piso, junto a la cabina seis, atrajo su atención; sacó de uno de
los cajones de su escritorio el paño esterilizado que utilizaba para esos
menesteres. Tendría que avisar de la probable falla al equipo técnico. Tras
limpiar y antes de descartar el paño, hizo una pequeña mueca: sí, señor, pronto
dejaría su trabajo.
Concluida
la jornada, Mabel salió a la calle. Buscó la zona de los restaurantes y
desdeñando los tradicionales, entró a uno vegetariano. Mientras tanto, en el
cielo las luces de las nueve seudo ciudades espaciales seducían con sus
reflejos a los incautos habitantes del planeta.
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