La muchacha, fastidiada por tener que estudiar la lección de historia, revoleó el libro por el aire. La ley de gravedad cumplió el resto de la tarea y el texto cuidadosamente encuadernado cayó del otro lado del cerco de ligustro. Arrepentida de su arranque y presintiendo que iba a ser castigada por su audacia, la muchacha asomó su cabeza por sobre el cerco, pero no logró ver dónde había caído el libro. Lo que si supo fue que más allá del seto sonreía un joven trazado con letras centelleantes. Retrocedió sonrojada sin dejar de masticar las bayas amargas de la planta.
Un instante después el libro se le estrelló en el
rostro. Quiso reclamar, pero el muchacho ya estaba a su lado en un trazo firme
y amoroso. Las letras puntiagudas se entremezclaron con las líneas redondeadas
de la joven en un grafiti suicida sobre la acera indiferente.
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