No se escuchó una explosión, fue
apenas un intrascendente chasquido. Después,
el auto había seguido su marcha
sin detenerse.
La pelota de cuero parecía un sombrero
abandonado entre los adoquines de la calle. Los chicos gritaban. Le gritaron a
él, porque la había pateado mal, porque era su culpa. Porque cuando pasa algo,
siempre tiene que haber un culpable.
Tomás, las piernas llenas de
barro, las manos raspadas, corrió, como
si pudiera alcanzar al auto, como si pudiera hacer algo. Las lágrimas le
resbalaban por la cara, mezclándose con su rabia.
—¡Pibe! Pará, pibe, vení un
cachito—le gritó don Tito, el dueño del único kiosco del barrio; y él,
cabizbajo, derrotado, se acercó despacio, respondiendo al llamado.
—No te amargues, pibe, eso le pudo pasar a
cualquiera de los otros. Ustedes, jugando a la pelota son unos perros. Tomá, ya
tendrás otra pelota.
En la mano de don Tito, la enorme
barra de chocolate lo atrajo como un imán y pronto su cara se convirtió en una
mezcla de llanto, chocolate y risa. Mientras comía, se alejó soñando con esa
otra pelota que algún día iba a
llegar.
Hermoso, Pilar!
ResponderBorrarMe acordé de cuando era pibe.
¡Qué bueno, me encantó! Besitos :)
ResponderBorrarGracias, Nélida; Gracias, Hugo. Besos para los dos.
ResponderBorrarPrecioso... una caricia.
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