Lo encontré un
día domingo, a la hora de la siesta. Tenía el pelo sucio y los pantalones
rotos; estaba pintando un cerco. La casa, el jardín de pasto desparejo, el
árbol frondoso, todo invitaba al descanso. Recordé: había estado allí una vez,
hacía mucho tiempo.
El chico me miró
con desparpajo, tenía la misma edad, la misma expresión traviesa.
—Hola, soy Tom
¿Necesita algo, señora?
—Sólo
recuerdos para un cuento.
—Si pinta un
pedazo del cerco, la ayudo.
Para olvidarme
un rato de mí misma, tomé el pincel. El pequeño me guiñó un ojo, se apoyó
contra el árbol y empezó a comer una manzana.
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