—Ese
cura no es tu padre— dijo Amanda y se alejó corriendo. Reía.
La perseguí. Cuando
pasé junto al anciano sacerdote lo escuché murmurar. Nunca supe si estaba
orando o si acababa de condenarme al infierno.
—Esa vieja de bigotes
es tu abuela— le grité a Amanda, mientras señalaba a una señora entrada en años
y en carnes. La mujer nos amenazó con su bastón.
Mientras huíamos,
atravesamos toda la plazoleta, hasta que, al final, Amanda quedó acorralada
entre el paredón de la última casa de la cuadra, un enorme árbol y yo.
—No me toques —chilló—.
Estás todo sucio.
Amanda jadeaba, yo
también. Era primavera, teníamos doce años y su boca estaba muy cerca de la
mía.
Me encantó! Me hizo acordar a un lejano Huguito, que correteaba a una vecinita.
ResponderBorrarQue tiempos!
Gracias, Hugo, por pasar y leer. Abrazo
ResponderBorrar¡Buenísimo, María!
ResponderBorrar¡Gracias, Cristian!
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