jueves, 9 de julio de 2009

El hombre gris




Lo veo pasar todas las tardes, las manos en los bolsillos y el gesto ausente. Camina por las calles de mi barrio, medio encorvado, como si la vida le pesara sobre los hombros. Envuelto en un escudo de penumbra, desanda una y otra vez ese recorrido reiterado.
Tal vez regrese del trabajo, de un trabajo lúgubre, tan lúgubre como su mirada. Retorna a su casa, que se me hace un lugar silencioso, de paredes solitarias, donde mueren los ecos de todas las conversaciones cotidianas. Allí, seguramente, esperará a la mañana. A otra mañana igual a las que ya pasaron, hecha de madrugadas frías, galleta, un jarro de café melosamente endulzado y recuerdos de sabor amargo. Recuerdos de la mujer que se le fue un día, cansada de vivir entre los cacharros mugrientos del cuartucho de un hotel sin estrellas ni cielo despejado.
El hombre gris ya es parte de la calle, sólo una sombra que marca la hora. Tal vez por eso nadie lo advierte y ni siquiera le ladran los perros. Quizás la única que lo ve soy yo: todas las tardes, las manos en los bolsillos, el gesto ausente.