viernes, 7 de octubre de 2011

- Su otra vida -




Penélope teje, teje y recuerda: es lo único que puede hacer en ese mundo muerto, vacío, yermo. Antes había tenido otra vida, todos la habían tenido, ahora los pocos que sobrevivían, se mataban por apoderarse del primer mendrugo olvidado que descubrieran. Las ratas, palomas y alimañas habían desaparecido, devorados por los pocos sobrevivientes que quedaban. Penélope corrió apenas la cortina, la visión de un par de ojos desencajados, en una cara cadavérica y famélica, la hizo retroceder. Se dejó caer en la mecedora y retomando su tejido, se enredó en los viejos recuerdos. En aquella época, infancia llena de reprimendas y mimos, tenían dinero y en la casa sobraba la comida. Gracias a eso, el festejo por el nacimiento de Ulises se celebró como si hubiera sido una epifanía. Todos adoraban su seráfico semblante, él fue siempre el preferido y hasta ella terminó atrapada en su lúdico hechizo. Eres una niña mala... La voz de la madre, regresaba una y otra vez, la voz y aquellas nalgadas… a nadie pareció importarle que su hermano le hubiera destrozado su muñeca favorita, porque Ulises, gran ladrón de galletitas y pastelillos, lloraba. La habían obligado a besarlo. Aquel beso le supo a pastel de frutillas, como el que preparaba la abuela Helena. Pero las peleas y los desencuentros con su hermano continuaron por muchos años. Ahora, después de la gran pandemia, no quedaba nadie: los más ancianos, los más débiles se habían ido en ordenada secuencia. En el crematorio, la solución final, se eliminaba cualquier vestigio del virus culpable de la enfermedad. Penélope acercó la bola de lana a la nariz, hubiera jurado que tenía el mismo sabor de aquel pastel de frutillas, pero en ese momento, un ramalazo de viento le llegó desde la cocina trayéndole el aroma de la comida, esa comida que le duraría por muchos días. Por fin, Ulises haría algo por su hermana: le salvaría la vida.


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