miércoles, 27 de marzo de 2013

El último cielo


La pierna de Jaime se negaba a hacer ese repetido, mecánico movimiento con el que accionaba el pedal del freno: había sido demasiado alcohol, demasiado sueño, demasiado tarde para reflexionar. Cuando por fin logró hundir a fondo el pie, fue para descubrir que había pisado el acelerador. Delante de él, el otro automóvil avanzaba hacia el suyo. Ambos vehículos se desplazaban con un lento, inexorable, imparable movimiento. Jaime se aferró al freno de mano. En el último instante, creyó ver la cara del otro conductor. Después, el impacto lo atontó: todo pareció detenerse. Jaime pudo oler su propia muerte. 

Una ráfaga de aire frío y seco le hizo abrir los ojos: el parabrisas se había roto y en sus manos había sangre. Jaime luchó  por escapar de ese reducido espacio, pero  no podía moverse.  Cansado, agotado, exhausto, resopló.

El otro conductor había logrado salir de su auto. Era un tipo grandote,  la sangre le corría por la cara,  parecía un muerto viviente. Jaime estuvo tentado de soltar una carcajada. El desconocido se acodó en la ventanilla del automóvil y comenzó a insultarlo. Jaime  se limitó a mirarlo absorto. No podía hacer otra cosa;  le era imposible apoderarse del arma que tenía guardada en la guantera. Tendría que inventar algún pretexto para aplacar la ira de ese energúmeno.  Miró a su alrededor, no había aparecido ningún patrullero, ¿es que nadie vigila las cámaras de seguridad? Bueno, recién amanecía. Era muy probable que los del departamento de policía estuvieran durmiendo. Jaime no sentía ni las piernas ni los brazos. En realidad no sentía nada, ni siquiera dolor. ¿Se estaría muriendo? Existiría un último cielo para los que se   pasan la vida rompiendo reglas.  Quiso decirle al grandote que llamara al 911, pero ya no lo veía. Además, es muy difícil hablar con la garganta cortada.