jueves, 2 de agosto de 2012

Claro de luna



Le molestaba la vista de tanto trabajar en la computadora. Diego miró el reloj de pared y se sobresaltó. En los Laboratorios Talar se habían apagado todos los sonidos; una vez más, era el último en marcharse. Acercándose al ventanal, observó la calle: era de noche y una densa capa de nubes oscurecía aún más el cielo. Apagó el ordenador, acomodó las carpetas y salió. Sus pasos resonaron en el pasillo. Ya llegaba a los ascensores, cuando escuchó el sonido del teléfono; regresó corriendo y levantó el auricular.
—Hola, Beatty, ¿terminó el informe?
¡Su jefe! ¡Qué molesto, por Dios!
—Si, si, ya lo completé. Me iba a mi casa, doctor Morales.
—Bien… bien… Preciso que me haga un pequeño favor.
Diego se mordió los labios para no decirle una grosería, pero no pudo evitar resoplar. Después de todo, también él tenía derecho a tener una vida: necesitaba desesperadamente mezclarse entre la gente común, sentir el sudor de los cuerpos ajenos, percibir los nauseabundos olores de las calles del bajo, ésas donde siempre se podía disfrutar de un encuentro fácil y sin compromisos. Necesitaba sentirse vivo y humano, y alejado del inacabable control de los datos y de la contabilidad del laboratorio. Pero el doctor Bernardo Morales siguió hablando.
—Vaya hasta el laboratorio, por favor, sobre el escritorio me olvidé un paquete: son remedios para mi hija Delia. Preciso que me los alcance. Es urgente.
¿Delia? A Diego le brillaron los ojos. Después de la muerte de la esposa del doctor Morales, el hombre se había enclaustrado en su casa, con esa hija de la que siempre hablaba, pero nadie había visto jamás. Lo curioso era que en su escritorio, Morales no tenía ninguna fotografía de la joven. Teniendo en cuenta que Morales era un hombre muy buen mozo, todo el personal masculino de Laboratorios Talar hacía apuestas sobre cómo era ella.
—Espere un momento, doctor. Me fijo.
Diego dejó el teléfono descolgado y corrió hasta la oficina de su jefe. Encontró el paquete sobre el escritorio. Se sintió tentado de verificar su contenido, pero la voz Morales le había contagiado una angustia incipiente que lo incitó a cruzar el pasillo a toda carrera. Levantó nuevamente el auricular.
—Si, ¡ya lo tengo!
—Gracias, muchacho, muchas gracias. Lo espero en mi casa.
Diego enfiló hacia los ascensores y, después de saludar al encargado de la vigilancia del edificio, salió a la calle. Desde alguna ventana entreabierta lo asaltó un inesperado olor a guiso. Recorrió las cuatro cuadras que lo separaban de la casa de Morales, impregnado por ese aroma torturante: el estómago le crujía y la boca se le llenó de saliva. Pensó que antes de regresar a su departamento, iba a cenar en el primer restaurante decente que encontrara. Consolándose con esa idea, apresuró el paso.


La casa exhibía un impecable frente gris y el portón de vidrio y hierro característico de los edificios antiguos. Diego tocó el timbre. Adentro se prendió una luz y, casi instantáneamente, Bernardo Morales le abrió la puerta.
—Pase, muchacho, pase. Se está levantando viento, es probable que pronto tengamos tormenta.
—Si… y yo estoy apurado, doctor.
—Pero no se me escape así, le hablé mucho de usted a Delia y mi hija desea conocerlo. Además, ya que se molestó hasta aquí, lo invito a tomar un trago.
Diego Beatty entró a la casona y la pesada puerta se cerró tras él. Morales lo condujo hasta la sala y lo invitó a sentarse. Mientras el bioquímico se alejaba con los remedios, Beatty se apoltronó en un sillón de cuero negro. Con la mirada, recorrió los cuadros con los diplomas que Morales había colgado en una de las paredes: congresos, jornadas, conferencias, estudios de post grado, toda la vida del bioquímico se podía ver en esa pared. Los leños crepitaban en el hogar y su agradable calor le produjo una leve modorra. Cuando la espera ya se le hacía demasiado prolongada, Morales regresó: en una bandeja traía una botella de Fernet, dos copas y los típicos ingredientes: maníes, papas fritas y un poco de queso.
—¿Su hija?
—Mejor, mejor, sírvase Diego, después lo llevo a conocerla.
Diego se precipitó sobre los cuadritos de queso y los paladeó con el placer de un experto. Las papas fritas crujieron en su boca, los maníes comenzaron a desaparecer. Su anfitrión le llenó la copia varias veces. Después de dejar la copa vacía, por quinta vez, sobre la mesa, Diego advirtió que Morales no comía, sino que se dedicaba a observarlo. Una sonrisa le iluminaba el semblante.
A Diego lo recorrió un escozor de vergüenza, no era cuestión de parecer un muerto de hambre.
—Yo… perdón… creo que ya es tarde… ¿Podría saludar a su hija?
—¡Por supuesto, muchacho!, pero, ¿no quiere comer más?
—No, no, gracias. Muy bueno todo.
—Venga, es por acá.
Salieron a un pasillo cerrado. Después de ignorar varias puertas, Morales abrió la última. Los recibió una suave penumbra. Varias luces le daban al ambiente un tenue color naranja. Una de las paredes estaba decorada con un vitraux de dibujos exóticos: se encontraban en un invernadero. Daniel miró a su alrededor, buscando a Delia. Se la había imaginado maravillosamente hermosa, tanto como para que su padre la ocultara, pero allí no estaba esa mujer soñada. Una enorme planta ocupaba la mayor parte de la habitación. Mientras contemplaba absorto los extraños cucuruchos vegetales que asomaban del macetón, Diego preguntó, fascinado: —¿A qué especie pertenece? ¡Es gigante!
—¿No es hermosa?
—¿Y Delia?
—Ella es Delia —replicó Morales, con el tono resentido de aquél a quien se le pregunta lo obvio.
A Diego se le nubló la vista y lo asaltó un incipiente mareo: no sabía si era el calor, la bebida que acababa de tomar, la sorpresa o una combinación de las tres cosas.
El viejo continuaba hablando: —…quise investigar el nivel de desarrollo de estas plantas. Gracias al tratamiento al que la he sometido ha crecido mucho. Es muy afectuosa, lo único con lo que tengo que ser prudente es con su alimento.
—¡Ah! ¡Qué interesante! —murmuró pretendiendo sentir admiración. En realidad estaba espantado— Bueno… hola, Delia. Yo me voy, doctor Morales.
—Pero Diego, no seas tímido, muchacho, acercate un poco más.
Diego quería escaparse de allí, ir a su departamento, darse una buena ducha y olvidar al rostro exaltado de Morales y a esa monstruosa planta. Pero el otro hombre lo empujó hacia adelante. Muy a su pesar, Diego avanzó aún más hacia esa húmeda oscuridad, en la que latían múltiples flores color naranja. Entonces sucedió: la planta pareció cobrar vida. Sus generosas hojas empezaron a moverse y las flores se abrieron una a una, palpitantes, hasta convertirse en infinitas bocas que empezaron a emitir un tenue sonido, que paulatinamente comenzó a aumentar. ¿Música? Si, era música y de la buena.
Extasiado, Diego se abandonó a la dulzura de la melodía: Claro de luna. Las bocas de la planta se abrían una y otra vez, en amorosa súplica. La imitación de la sonata era perfecta. El cadencioso murmullo crecía y crecía, reverberaba en la cabeza de Diego. Curiosamente, comenzó a sentirse excitado. Una de las flores le rozó el rostro. Sorprendido, extendió la mano y la flor permaneció ahí, agradecida por el roce de su piel. Otra flor más se acercó a él. Diego se dejó acunar en ese abrazo hecho de hojas y sonidos armoniosos. Las flores, esas infinitas bocas de Delia, se aproximaron una vez más, para luego replegarse en un juguetón escarceo. Buscando más caricias, Diego extendió los brazos hacia la ahora enorme planta. Tratando de aferrarse con desesperación a ese extraño ser vegetal sediento de ternura que lo llamaba, Diego se hundió aún más en la generosa espesura.
La planta tembló, la música fue extinguiéndose poco a poco y Delia se inclinó sobre él, embriagándolo con su aroma sensual. Entregándose al abrazo, Diego la sintió palpitar y él también vibró.


Morales suspiró. Tras los ahogados quejidos de Diego, que se fueron apagando poco a poco, la habitación había vuelto a quedar en un silencio quieto. Delia parecía dormir. El hombre acarició las hojas, que apenas se estremecieron, un suave suspiro se escapó de alguna de sus bocas. Luego, Delia eructó.
El hombre cerró la puerta de la sala y se dirigió a la biblioteca. Sentándose ante su ordenador, comenzó a redactar una nota: “Laboratorios Talar busca para sus oficinas a empleados de 20 a 35 años, se requiere nivel universitario y experiencia previa. Inútil presentarse sin referencias.”
Afuera, se escuchó un trueno. Luego, comenzó a llover.


(cuento publicado en la revista SUSANA en septiembre de 2011)