jueves, 25 de diciembre de 2014

La Pelota



No se escuchó una explosión, fue apenas un intrascendente chasquido. Después,  el  auto había seguido su marcha sin detenerse.
 La pelota de cuero parecía un sombrero abandonado entre los adoquines de la calle. Los chicos gritaban. Le gritaron a él, porque la había pateado mal, porque era su culpa. Porque cuando pasa algo, siempre tiene que haber un culpable.
Tomás, las piernas llenas de barro, las manos raspadas,  corrió, como si pudiera alcanzar al auto, como si pudiera hacer algo. Las lágrimas le resbalaban por la cara, mezclándose con su rabia.
—¡Pibe! Pará, pibe, vení un cachito—le gritó don Tito, el dueño del único kiosco del barrio; y él, cabizbajo, derrotado, se acercó despacio, respondiendo al llamado.
—No te  amargues, pibe, eso le pudo pasar a cualquiera de los otros. Ustedes, jugando a la pelota son unos perros. Tomá, ya tendrás otra pelota.

En la mano de don Tito, la enorme barra de chocolate lo atrajo como un imán y pronto su cara se convirtió en una mezcla de llanto, chocolate y risa. Mientras comía, se alejó soñando con esa otra pelota  que algún día iba a llegar.  

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