jueves, 10 de octubre de 2013

Blues para un día domingo




Hugo despertó. Era domingo y se sentía feliz. Otra semana de tedioso trabajo había quedado atrás. Otra semana en la que había jugado a ser equilibrista en el subte, malabarista en el tren, corriendo siempre, sin poder parar. Pero era domingo y había salido el sol. Un sol que lo siguió durante toda la mañana y lo vio correr por el parque, dando una, dos, tres, diez vueltas. Después, el regreso, pasito a paso a su departamento. Un monoambiente en planta baja, con un patio que Hugo había llenado de macetas y en donde el loro, desde su jaula, le chillaba durante todo el día. De un trago se bebió toda el agua de la única botella que tenía en la heladera. Después, fue al baño, tiró la ropa en un rincón y se dio un baño caliente; un baño largo, sin prisa, sin nervios, total era domingo. Cuando terminó, se tiró un buen rato, en la cama, así como Dios lo trajo al mundo. Sintió hambre y puso a hervir agua en una cacerola; hechó unos fideos adentro y calentó en un jarrito un sobre de esos que traen salsas preparadas, que había comprado en el supermercado. Coló la pasta, la empapó de salsa y la bañó con queso rallado. Comió todo y limpió el plato con el pan, hasta que borró el último rastro de salsa.
No tenía ganas de dormir la siesta. Dejó los platos sin lavar en la pileta y  regresó al parque. Llevó la radio, se tiró en el pasto y se puso a escuchar fútbol. Se quedó en el parque toda la tarde, oyendo la radio, dormitando y recordando a la Nélida que, después de tratarlo de vago y de inútil, un día se marchó dando un portazo. Habían sido solo tres años de convivencia, que le pesaban como si fueran una vida entera. Ahora era libre, nadie le rezongaba ni le reclamaba nada, pero Hugo igual se acordaba de la Nélida, porque con ella se había ido un pedazo de su vida. Al caer la tarde una melancolía inútil lo arrastró al bar más cercano, pero no se pidió una birra. La guacha esa no me merecía que él se emborrachara por ella. Se mandó al buche un café con leche con medias lunas y aprovechó para leer el único diario que el dueño del bar ponía a disposición de los clientes. Así fue matando una a una las últimas horas del día domingo, hasta que la noche lo sorprendió regresando a su departamento. Prendió el televisor y se puso a ver cualquier cosa; la cuestión era quedarse dormido, sin tener que pensar demasiado. Total, al día siguiente, volvería a ser equilibrista en el subte y malabarista en el tren, y en la oficina, el auxiliar le ofrecería un café y lo llamaría señor Gómez, y por cinco días más volvería a sentirse una persona.  

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